Pésimo alumno de Don Alberto y la Quique...

miércoles, 6 de julio de 2011

EL DÍA DEL CLAMOR

El día se hizo a la luz más allá de lo que todo quisiera o quisiese. El día supo de tantos, en el plano de lo mucho, en la negativa, en días hasta aquel instante emergente en la distante cercanía de lo no tan reconocible bajo sus vestiduras de futuro, concepto impensado, en idiotez y miedo, genialidad y valentía.
La valentía, el día, mí día, sus días... Los días hasta el día, no uno entre tantos sino aquel... El día del clamor...
Eureka... Mi vida se encontró de pronto con aquel cartel. Sus colores vivos, ante mi muerte pecadora momentánea. La invitación a devastar cualquier contador de ganado, en busca de sumar ovejas de diezmos domesticados. Subirse a una fiesta de tono cuasi oficialista, jugando por momentos supuestamente del lado del mismo jefe, pero marcando diferente administración. Dejar la vida en manos de otros, más allá de la sonrisa política del jefe de Roma y su divina asociación ilícita. Saber de mi vida en brazos de Jesús con exclamaciones del tipo cristiano barrial con acento gringo, de nuestro Señor, el todo poderoso.
Quise correr alocadamente batiendo mi melena a los cielos. Quise alcanzar aquel cartel para saber si la dirección de reunión era la visualizada por mí y por mi mente ultracharrúa sobrealimentada de ocasión y sólo en ese instante, me pisó un colectivo que venía hasta los dientes de ¿personas?
Mi llegada al hospital se daría finalmente, no sin antes ser puteado por una vieja que me miraba atravesado debajo de la rueda y me pegaba con la cartera a rastrón en uno de mis brazos que por casualidad se dejaba ver, mientras me increpaba fuertemente para que le respondiera quién le haría ahora a tiempo las compras.
La sirena me recordaba a los gritos de Belcebú, que no era el mismo que todos reconocen sino un vecino al cual yo de pibe llamaba así, ya que solía gritar por todo de una manera insoportable. Era el mismo que vivía cerca de Doña Teodora Caslip, prima del matemático Gustavo Di Lorenzo, el primero en gritar viva Perón en la república de la Sexta a finales de los setenta en una noche de neblina espesa. Tan espesa que nunca más lo vieron; algunos dicen que esto fue acompañado de la escucha de ruidos de frenadas y gritos. Yo, por mi parte, nunca abandoné la teoría de los demonios. Mi nefasto vecino- alcahuete de las botas, como me contó papá que lo llamaban entre susurros durante una tarde de sol en la tribuna de tablones de calle Virasoro- también amparado en la noche de la suma de los soles oscuros gritaba, cada vez que podía, en contra de ese gobierno que se había caracterizado por la imagen de un dictador junto a una putana, los cuales estaban peleados con la iglesia, es decir, odiaban a diosito. Dios nos salve de aquellos que alimentaban vagos y mal entretenidos. Es increíble que alguien así fuera el que convenciera a papá para que me llevara por primera vez al Gabino y no para que me hiciera monaguillo. Vaya que siempre fueron mágicos los caminos que llevan al señor. 
 Demasiado mágicos los caminos sentía en mí, al verme despertar abandonado en una sala gris, acompañado de personas a las que le faltaban pocas hojas para terminar el libro. Yo, por mi parte, me había empeñado en encontrar a los gritos un señalador que me permitiera no perder la hoja y sólo sabe Dios qué más.
Lo real era que un cartel de un mitin religioso cristiano a ser realizado en la sede de calle San Martín allá por el 3200 del equipo que me vio crecer hasta volverme ateo (de todo menos de él), no sólo me había detenido en la marcha hacia el Gigante de Arroyito, reducto anti mufa ante la suma de derrotas como las de Banfield y Colón en el Parque, sino también en la construcción de mi camino hacia el triunfo tan esperado, que de por seguro llegaría de la mano del Pipi D’Angelo y  Petete Rodríguez, y que me depositaría en la realidad incontrastable de la victoria. Este último, en el ahora de lo real, alimentaría mis sentidos y ya no mis recuerdos contados por terceros, los cuales me sabía de memoria, como la Copa Adrián Beccar Varela 1934  y el Ascenso del 30 de noviembre de 1957 contra Quilmes, mediante aquella victoria contundente de  3 a 0.
Miraba a mí alrededor mugre, sangre y lo que algunos copetudos llaman olor a pobre. Algo así como un elixir propio de la indigencia que se formara de la mezcla en rara alquimia de humo, sudor seco y múltiples sabores agrarios a descifrar. Pero lo que me asustó y por momentos me hizo pensar erróneamente que el que todo lo sabe me había abandonado, fue la mirada de un borracho que, mientras se tocaba en las  bajas partes, me gritaba increpándome si sabía lo que le había hecho al león el monito.
Las costumbres del monito no las conocía, pero sí me imaginaba las del borracho.
Para cuando todo se pudo haber complicado ya me estaban revisando unos doctores, mientras en una sala contigua al borracho le estaban aplicando un enema estilo familiar. No sabía por los fuertes dolores si a esas alturas no partiría junto al  Señor, lo que sí pude apreciar fue el poder curativo de la enema ya que, a los minutos, mientras me llevaban a pasear por el hospital en camilla, pude ver al ebrio no sólo más tranquilo, sino además con cara de quinceañera enamorada.
Cerré los ojos y me dejé, tal vez por miedo a lo inevitable, o porque quizás se les fuera la mano con el borracho y terminara despidiendo por la boca el exceso y se transformara en una fuente de aguas danzantes.
En camino a rayos, por lo poco que pude oír, encontré más de tres docenas de indigentes ocupando las bancas de espera durmiendo; tantos ojos lastimados cerrados me invitaron al sueño. A lo lejos alguien ¿corría? sin una pierna, una pareja gritaba cerca de una madre que arrastraba cinco hijos, mientras el sexto le colgaba de un pezón como una garrapata.
Una enfermera me despertó en su apuro y me chocó, moviéndome un poco más, no fuera que me olvidara de mis dolores. Mis malas palabras se ocultaron entre su cantidad de pintura heredada de la noche anterior, que dibujaba en circo esos rasgos toscos de terrible y ruda vida.
Me mueven, me matan de a poco mientras discuten, en medio de mi viaje mezcla de químicos y dolores, sobre lo que está pasando en la zona norte. Tal vez no mire nunca más un partido; qué terrible sonaría para muchos saber de la posibilidad de que un alguien como yo se preocupase por una pelotudez semejante. Todo me importaba un carajo, lo que pensaran y lo que dejaran por pensar; lo único que deseaba a esas alturas, al margen del alta que podía esperar, era saber que al día siguiente el diario  La Capital  tendría como titular “en un sábado de fiebre por la noche los Charrúas colocaron un pie en primera, tras derrotar sin mayores contratiempos por un segundo ascenso ayer, 31 de julio, a Gimnasia y Tiro de Salta”.
Pienso, siento y sufro, mientras por los pasillos aparecen mujeres en camisón arrastrando el suero y  flanqueadas por adolescentes que pronto llegarán a conformarse en el no ser de las mayores de camisón. El suero tal vez les pueda ser esquivo, pero el camisón por seguro lo tendrán programado. Mierda, cuán terrible puede resultar cortar la baraja desde el punto equivocado.
Me alojan en una cama, de lado en la inmensa sala, otros pacientes que no se quejan ya que han naturalizado su situación, ni una radio, todos miran televisión, enormes moles de plástico y metal heredados de tiempos mozos donde estos compraban electrodomésticos por yunta, mientras los dueños de la verdad en nuestras penosas vidas dejaban el sudor de generaciones venideras en Uruguay, Suiza, o cuando no, en la creciente Caimán.
Ante tanto dolor social, tanta lástima por nosotros, pensé en aquel cartel, en una muchedumbre intentando buscar una salida mágica y en un pastor sabiendo que Uruguay será un buen lugar para depositar; y a mi viejo mirándome desde el cielo anonadado ante la presencia de un hijo estúpido que aguantó, contra viento y marea, todos los sábados en el estadio, y ahora que le había llegado la hora de la verdad, se había ido a hacer turismo por el Roque Saenz Peña.
Miré tanto lo inmirable, pedí perdón por la vergüenza en la que nos convertimos, y me mofé del mitin de los cristianos de segunda línea que ya ni para católicos les daba, ni tampoco saben que hace tiempo, algo así como la suma de un tanto menos de dos mil años, que no les importan y mientras mencionaba el día del clamor, comencé a reírme y la niebla todo lo rodeó.
No hizo falta gritar vivando a Perón para que me buscaran o para imaginar en mis últimos segundos de vida que venían por mí para hacerme acreedor de una vida eterna posible. Sentí el olor a humo y sudor una vez más, entre imágenes de corridas en derredor y percibí el resplandor de la luna que entre rejas se aventuraba por la ventana a la gracia de mi vida perdida. Me imaginé reencarnado como una garrapata a un pezón, borracho durmiendo en una banca o frente a un televisor, y me olvidé de Dios, de la Santa Madre, y me sonreí. Luego escuché, o lo intuí mediante el formato de pesadilla, que un algo me decía que ese no era en definitiva un mal día sólo para mí, sino también para otros tantos, ya que los salteños, con dos tiros casi mortales, nos dejaban con la posibilidad de quedarnos con el no sueño una vez más. Entonces, decidí que nuestra localía en este mundo era demasiado terrible y que morir, al fin y al cabo, podía ser en definitiva un buen pero muy buen  negocio.

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