Pésimo alumno de Don Alberto y la Quique...

miércoles, 23 de noviembre de 2011

EL GERMEN DE BAVIERA

-                     Si bien vos podrás decir, que siempre, más allá de todo y de todos, seré el único y gran amor de tu vida, no suena creíble. Y no porque mientas, porque sé bien que no sos de mucho faltar a la verdad, salvo en esas ocasiones que nos embebemos de personas normales, de seres humanos, tan perfectamente limitados en el plano de las ideas como en el de la acción.
-                     Sé que tal vez me amaste como a nadie, o como nunca volverás a amar. Y si no lloras, no es porque no lo sientas, porque muchas veces una novela, de las más cursis y exasperantes, te logra sacar una lágrima, pero las situaciones que nos flagelan por dentro, algunas veces o muchas, no, simplemente no nos permiten dejarnos a ese símbolo de la tristeza extrema.
-                     Tal vez pudo ser algo imperfectamente nuestro, pero al  fin de cuentas solo  fue algo perfectamente  que pudo ser y no fue.
-                     Las culpas fueron de todos, de nadie, más mías que tuyas y por seguro que hoy a la distancia, desde tu óptica, más tuyas que mías, es decir de nadie, del destino, espectro errante y superior que no sabe de cruces, ni de sueños, sólo de juicios a la imagen y semejanza de la mayoría de todos nosotros, réplica perfecta de un Dios vengativo, extremo y desalmado, que no juega  a los dados para algunos, pero define la vida de otros siempre en manos de truco inconclusas.
El hombre se mantenía impertérrito, perdido en unos ojos que con una dificultad de comprensión del devenir de los tiempos sintió en algún momento, fueron suyos. Como si la propiedad existiera más que en esas discusiones de materia, sin abstracciones posibles que nos emparienten con esos 21 gramos  de los  que aún, no del todo, hemos podido dar cuenta.
Del otro lado, cortando toda posibilidad del horizonte eterno, una mujer lo mira, lo estudia, sigue cada zigzagueo del camino que dibujan sus palabras y analiza cada signo que se desbarata a cada paso de ese cuerpo que parece que es corto en distancia y tiempo para poder sostener un discurso que nos parece ajeno, hasta que llega el momento de hacerlo nuestro y declamarlo como si esa fuera la única razón posible para validar nuestra existencia.
Un narrador omnisciente sordo sólo podría dar cuenta de dos cuerpos enfrentados a cada punta de una mesa. Papeles y miradas. Labios en movimientos asimétricos y gestos que acompañan el danzar de estas cintas enrojecidas de tanto hacer del mundo un lugar más complejo que un lugar donde sólo se permita el tránsito, la existencia sin comillas y sin objeciones
-                     Recuerdo como si fuera hoy aquella noche que partiste de mi vida, más allá de que estuvieras a mi lado llorando. Rememoro cada segundo y no puedo dejar de hacerme preguntas, todas las cuales tienen casi las mismas respuestas pero aún así,  no me puedo dejar de hacérmelas una y otra vez. Un altillo, una cama para que esté sólo con mis pensamientos y vos abajo, en los patios, las habitaciones sin estar, hasta que decidiste que era momento de aparecer ante mí y decirme que no podíamos seguir de esa manera y que si bien me amabas tenías que dejar ese espacio, hasta que la vida nos regalara una nueva oportunidad.
 - Te sostuviste un par de segundos en mi mirada y volviste por esas lágrimas que te ayudaban en gran parte a relatar todo lo que nos iba a suceder, o mejor dicho, lo que tenías pensado para mí. Tenía que dejar el altillo, el patio, las habitaciones para que ambos pudiéramos pensar.
-                     Tu cara, la misma que me enamoró desde la primera vez que te vi, a pesar de ese baño incesante se veía tan bella como de costumbre y eso que era de noche y solo nos acompañaba la penumbra que se alimentaba de la luna por ser de noche que estaba en todas partes pero que se colaba por una ventana para que supiéramos, erróneamente porque ya lo era de esa manera, que estábamos ahí.
-                     Me lo pediste una y otra vez, mientras sólo me dedicaba a escuchar. Me comprometiste más de dos veces a reconsiderar, me hiciste prometer con un juramento infinito que este adiós prematuro no implicaría para mí un hasta siempre definitivo.
-                     No te miré, lloré, tal vez lloré si bien ahora no llega con claridad a mi memoria, y dije lo que políticamente tendría que ser lo más correcto.
-                     Me acerqué, te abracé y te acompañé en ese último trayecto que íbamos a caminar juntos, porque ambos sabíamos que cuando cruzara la puerta más allá de que el viento nos atravesara en algún vuelo ocasional, ya nunca jamás me permitiría cruzar más que algunas palabras insensatas en profundidad porque en ese momento te habías ido para siempre, y no por lo dicho, por tus gestos y por todo lo que eso implica, sino porque en ese momento hablaste más allá de la ira, del odio y del resentimiento, me hablaste con el corazón y sabías, interiormente sabías, que eternamente seguiría pensando que te amo, como lo hago, pero me escaparía de esa realidad y de esa manera permanecería hasta mi atardecer, que por seguro no sería hoy ni mañana pero ya no permitiría que nos encontrara  juntos.
Cuando terminó de salir de él esa cantata sentida, sus ojos inmersos en cristales decían más que todo lo escuchado. Como con vergüenza, simulando un ardor en la mirada se restregó hasta que la posibilidad de agua se apagara en sus manos.
La dama, ese juez de ocasión, sin quitarle la atención, no sonrió, no lloró, ni tan siquiera le dejó enterarse por largos segundos lo que le estaba sucediendo.
De pronto, y en forma inesperada pero firme pero con una lentitud precavida extendió su mano hacia su estado de perturbación tangible.
Antes de que reaccionara, esperando algo más, la observa detenerse, tomar el papel que está sobre la mesa y llevarlo delante de ella, acomodarlo y a sabiendas que él mismo llegó a su destino final para esa ocasión, le deja oír:
-                     Está bien, cualquier cosa lo llamamos, la producción tiene su teléfono.
Se levanta y la mira con sus ojos aún repletos de sentimientos y le extiende la mano.
Se dan un suave apretón  como cerrando un negocio, que está demás aclarar, jamás será concretado.
Ella termina de incorporarse, mientras él se pone la campera y le realiza un comentario aleatorio acompañado de una broma intrascendente que no hace más que reafirmar de una manera casi perfecta la retirada que reafirma el protocolo.
Camina y deja atrás la oficina y también una escalera que lo deja en la planta baja.
Se detiene y siente còmo a sus espaldas se cierra un telón que en ningún tiempo pudo ni podrá llegar abrirse, a tal vez al menos, no en esa ocasión.
Se pone los guantes, acomoda su bufanda y al llegar al portal de entrada ve cómo lentamente un nuevo y constante telón se abre delante de su golpeada mirada.
Al llegar a la calle ve como en escena se mueven autos, se escuchan bocinazos, y mira como una mujer de la mano de un  chiquito de no más de tres años le marca con una seña algo que por seguro es más que maravilloso porque la criatura se espanta de felicidad y le devuelve una sonrisa.
En la esquina a algunos metros un vendedor ambulante le da cuerda a un pequeño mono que baila para que nadie le preste atención, mientras el semáforo deja a las claras que los vehículos tendrán una estancia momentánea mientras los transeúntes comienzan a cruzar la calle para dejar en el olvido a esa esquina.
Baja del umbral, se prende un cigarrillo y mientras soporta los primeros enviones del viento de agosto, el humo penetra hasta sus pulmones.
Se encoge de hombros, y sin esperar aplausos comienza  a caminar.
 Este invierno seguro es como todos piensa, pero siempre el que más se sufre, no es el que se recuerde sino el presente el que se sufre, se siente y se puede maldecir, más allá que jamás será una de las peores calamidades que le cueste y nos cueste a todos vivir.
El punto final dispara en espejo a la pantalla una nueva mujer.  Perfecta, antes sus imperfecciones reales, dejando de lado la perfección irreal de la otra y el otro que se dibujaba sobre su mirada y se desmentían hasta hacia un par de segundos de sus yemas.
Mira nuevamente cada palabra, cada párrafo, cada signo que le permitió poder intentar transmitir esas sensaciones tan alejadas de lo que cualquier escritor jamás logrará plasmar jamás.
Es una estafa al lector, dirá algún líder de opinión y tal vez puede que lo repita por qué no, la llamada opinión pública.
Levanta sus brazos muy lentamente mientras un bostezo se escapa medido, sentido, seductoramente disfrutado de su interior.
Pueda que sea cierto, aunque lo considera poco probable.
Entonces, en ese entonces único, deja que pasen por su boca y se desprendan mansamente de sus labios palabras desprendidas de sonidos. Cada frase es parte de un recitado que aún le llama a revolucionar las ganas, un recitado que después nos invita hasta la eternidad a seguir  soñando con serpientes.
Sabe que esta vez está muerta, pero pronto aparecerá una mayor.
Sabe que por seguro no será aceptado y por sobre todas las cosas, duramente criticado.
Pero también sabe, que en la biblioteca atesora la razón de tantas peleas, el germen de Baviera, una certeza entre las pocas de que “El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma”.