Pésimo alumno de Don Alberto y la Quique...

lunes, 25 de julio de 2011

ROSA SIN ESPINAS

Se levanta muy despacio, lo suficiente para escuchar un ronroneo y no mucho más.
Se distancia, y desde uno de los ángulos de la habitación aprecia las bondades que reflejan la contundencia y las bellas toscas formas del cuerpo de un varón en sus años mozos, esculpido más allá del pliegue de las sábanas.
Piensa en esa noche de pasión y siente que Dios existe.
Se cambia, se arregla y sale en busca de cualquier objeto que le permita extender más allá de su interior ese amor absoluto que siente  por ese hombre que se encuentra prisionero, de momento, en su lecho, en su vida.
El preparado del café rápidamente muta en alegrías y la felicidad toma formas de tostadas amalgamadas a pequeños platos que dan cuenta de la existencia de diferentes tipos de mermeladas.
Es inabarcable el sentido angélico del amor.
La bandeja aferrada a sus manos va dejando salas a sus espaldas hasta acomodarse en un costado de la cama.
Lo mira, lo siente y se sabe parte de un yo que hasta hace semanas le era apenas un extraño.
Un temor le recorre el cuerpo, sus ojos se llenan de lágrimas, la situación es tan perfecta que de solo pensar en un final se embandera más allá de las musas que nos condenan al olvido.
Le rasca la cabeza con suavidad, con ternura… y al ver sus ojos desplegarse más allá de sus sueños, le sonríe, se sonríen con una gracia única.
Comparten la misma taza, prueban de todo lo dulce, se abrazan, y comparten el devenir con que ese día los castigará por encontrarlos por separado.
Miran nada en la televisión, y esa nada es perfecta, ya que tantas sensaciones encontradas dejan de lado la falta contenidos de aquel ya viejo y extinto compañero de soledades de sus pasados cercanos.
Se abrazan, y cualquier tontera invita a una  nueva sonrisa que muta sin mayor esfuerzo en estridentes carcajadas.
La llegada del amanecer les recuerda que hay un afuera y que los espera más allá de su creciente relación, de esa complejidad en dos que poco quiere saber sobre ese afuera de momento.
Caminan abrazados hacia la puerta. La madera les ofrece un nuevo adiós momentáneo, de todas maneras los besos apasionados que se regalan la obligan a esperar.
Traspone la puerta, el sol todavía no es parte de la situación.
El joven lo mira con ojos lindos, y desde el marco de la puerta lo despiden otros colmados de pasión.
El que dirán todavía es aún una cuestión de peso, piensa el que debe esperar a una nueva posibilidad de recuentro entre paredes.
Mientras la imagen del joven se desdibuja, un par de ojos negros intentan disfrutarlo hasta los últimos segundos.
Acomoda los vestigios de la sin razón, agitada en olores y sabores exquisitos. Tiende la cama y mientras lava la taza su corazón no se deja de preocupar, porque puede, más allá de sus ganas de repetir, que se encuentre en los albores, de lo que tal vez el tiempo recuerde como una noche única.
Se cambia de ropa, toma sus escritos y no para de analizarlos. El poder de la palabra es infinito.
Una vez tallado en trapos y con el discurso atravesado en sí, se hace la señal de la cruz y va en busca de lo que considera lo que es correcto, lo que debe ser.
Centenares de hombres y mujeres esperan de su alegato, de su toma de postura en un momento tan crucial.
Todos escuchan, y si bien algunos no están de acuerdo, no se animan a desdecir sus términos, a veces las reprimenda puede más que la posibilidad que debería tener toda persona de poder expresar lo que siente y piensa.
Todos se toman de las manos y se comprometen a luchar hasta las últimas consecuencias.
Se siente fuerte y entero.
El deber está cumplido, el plan de Dios estará a salvo, la movida del padre de la mentira no logrará anidar frutos en sus hijos y la luz de la verdad, finalmente, se impondrá sobre las tinieblas del error.
Se persigna, y abandona, con pasos cortos y rápidos, el enorme salón agasajado en sus ventanas por sugerentes Vitro.
Detrás, sobre una de las paredes, desde uno de los ángulos de la habitación se aprecia las bondades que refleja la contundencia y las bellas toscas formas del cuerpo de un varón en sus años mozos, esculpido a látigo, y que no para de sangrar en palabras, acciones, pies, manos y también su frente.

miércoles, 6 de julio de 2011

EL DÍA DEL CLAMOR

El día se hizo a la luz más allá de lo que todo quisiera o quisiese. El día supo de tantos, en el plano de lo mucho, en la negativa, en días hasta aquel instante emergente en la distante cercanía de lo no tan reconocible bajo sus vestiduras de futuro, concepto impensado, en idiotez y miedo, genialidad y valentía.
La valentía, el día, mí día, sus días... Los días hasta el día, no uno entre tantos sino aquel... El día del clamor...
Eureka... Mi vida se encontró de pronto con aquel cartel. Sus colores vivos, ante mi muerte pecadora momentánea. La invitación a devastar cualquier contador de ganado, en busca de sumar ovejas de diezmos domesticados. Subirse a una fiesta de tono cuasi oficialista, jugando por momentos supuestamente del lado del mismo jefe, pero marcando diferente administración. Dejar la vida en manos de otros, más allá de la sonrisa política del jefe de Roma y su divina asociación ilícita. Saber de mi vida en brazos de Jesús con exclamaciones del tipo cristiano barrial con acento gringo, de nuestro Señor, el todo poderoso.
Quise correr alocadamente batiendo mi melena a los cielos. Quise alcanzar aquel cartel para saber si la dirección de reunión era la visualizada por mí y por mi mente ultracharrúa sobrealimentada de ocasión y sólo en ese instante, me pisó un colectivo que venía hasta los dientes de ¿personas?
Mi llegada al hospital se daría finalmente, no sin antes ser puteado por una vieja que me miraba atravesado debajo de la rueda y me pegaba con la cartera a rastrón en uno de mis brazos que por casualidad se dejaba ver, mientras me increpaba fuertemente para que le respondiera quién le haría ahora a tiempo las compras.
La sirena me recordaba a los gritos de Belcebú, que no era el mismo que todos reconocen sino un vecino al cual yo de pibe llamaba así, ya que solía gritar por todo de una manera insoportable. Era el mismo que vivía cerca de Doña Teodora Caslip, prima del matemático Gustavo Di Lorenzo, el primero en gritar viva Perón en la república de la Sexta a finales de los setenta en una noche de neblina espesa. Tan espesa que nunca más lo vieron; algunos dicen que esto fue acompañado de la escucha de ruidos de frenadas y gritos. Yo, por mi parte, nunca abandoné la teoría de los demonios. Mi nefasto vecino- alcahuete de las botas, como me contó papá que lo llamaban entre susurros durante una tarde de sol en la tribuna de tablones de calle Virasoro- también amparado en la noche de la suma de los soles oscuros gritaba, cada vez que podía, en contra de ese gobierno que se había caracterizado por la imagen de un dictador junto a una putana, los cuales estaban peleados con la iglesia, es decir, odiaban a diosito. Dios nos salve de aquellos que alimentaban vagos y mal entretenidos. Es increíble que alguien así fuera el que convenciera a papá para que me llevara por primera vez al Gabino y no para que me hiciera monaguillo. Vaya que siempre fueron mágicos los caminos que llevan al señor. 
 Demasiado mágicos los caminos sentía en mí, al verme despertar abandonado en una sala gris, acompañado de personas a las que le faltaban pocas hojas para terminar el libro. Yo, por mi parte, me había empeñado en encontrar a los gritos un señalador que me permitiera no perder la hoja y sólo sabe Dios qué más.
Lo real era que un cartel de un mitin religioso cristiano a ser realizado en la sede de calle San Martín allá por el 3200 del equipo que me vio crecer hasta volverme ateo (de todo menos de él), no sólo me había detenido en la marcha hacia el Gigante de Arroyito, reducto anti mufa ante la suma de derrotas como las de Banfield y Colón en el Parque, sino también en la construcción de mi camino hacia el triunfo tan esperado, que de por seguro llegaría de la mano del Pipi D’Angelo y  Petete Rodríguez, y que me depositaría en la realidad incontrastable de la victoria. Este último, en el ahora de lo real, alimentaría mis sentidos y ya no mis recuerdos contados por terceros, los cuales me sabía de memoria, como la Copa Adrián Beccar Varela 1934  y el Ascenso del 30 de noviembre de 1957 contra Quilmes, mediante aquella victoria contundente de  3 a 0.
Miraba a mí alrededor mugre, sangre y lo que algunos copetudos llaman olor a pobre. Algo así como un elixir propio de la indigencia que se formara de la mezcla en rara alquimia de humo, sudor seco y múltiples sabores agrarios a descifrar. Pero lo que me asustó y por momentos me hizo pensar erróneamente que el que todo lo sabe me había abandonado, fue la mirada de un borracho que, mientras se tocaba en las  bajas partes, me gritaba increpándome si sabía lo que le había hecho al león el monito.
Las costumbres del monito no las conocía, pero sí me imaginaba las del borracho.
Para cuando todo se pudo haber complicado ya me estaban revisando unos doctores, mientras en una sala contigua al borracho le estaban aplicando un enema estilo familiar. No sabía por los fuertes dolores si a esas alturas no partiría junto al  Señor, lo que sí pude apreciar fue el poder curativo de la enema ya que, a los minutos, mientras me llevaban a pasear por el hospital en camilla, pude ver al ebrio no sólo más tranquilo, sino además con cara de quinceañera enamorada.
Cerré los ojos y me dejé, tal vez por miedo a lo inevitable, o porque quizás se les fuera la mano con el borracho y terminara despidiendo por la boca el exceso y se transformara en una fuente de aguas danzantes.
En camino a rayos, por lo poco que pude oír, encontré más de tres docenas de indigentes ocupando las bancas de espera durmiendo; tantos ojos lastimados cerrados me invitaron al sueño. A lo lejos alguien ¿corría? sin una pierna, una pareja gritaba cerca de una madre que arrastraba cinco hijos, mientras el sexto le colgaba de un pezón como una garrapata.
Una enfermera me despertó en su apuro y me chocó, moviéndome un poco más, no fuera que me olvidara de mis dolores. Mis malas palabras se ocultaron entre su cantidad de pintura heredada de la noche anterior, que dibujaba en circo esos rasgos toscos de terrible y ruda vida.
Me mueven, me matan de a poco mientras discuten, en medio de mi viaje mezcla de químicos y dolores, sobre lo que está pasando en la zona norte. Tal vez no mire nunca más un partido; qué terrible sonaría para muchos saber de la posibilidad de que un alguien como yo se preocupase por una pelotudez semejante. Todo me importaba un carajo, lo que pensaran y lo que dejaran por pensar; lo único que deseaba a esas alturas, al margen del alta que podía esperar, era saber que al día siguiente el diario  La Capital  tendría como titular “en un sábado de fiebre por la noche los Charrúas colocaron un pie en primera, tras derrotar sin mayores contratiempos por un segundo ascenso ayer, 31 de julio, a Gimnasia y Tiro de Salta”.
Pienso, siento y sufro, mientras por los pasillos aparecen mujeres en camisón arrastrando el suero y  flanqueadas por adolescentes que pronto llegarán a conformarse en el no ser de las mayores de camisón. El suero tal vez les pueda ser esquivo, pero el camisón por seguro lo tendrán programado. Mierda, cuán terrible puede resultar cortar la baraja desde el punto equivocado.
Me alojan en una cama, de lado en la inmensa sala, otros pacientes que no se quejan ya que han naturalizado su situación, ni una radio, todos miran televisión, enormes moles de plástico y metal heredados de tiempos mozos donde estos compraban electrodomésticos por yunta, mientras los dueños de la verdad en nuestras penosas vidas dejaban el sudor de generaciones venideras en Uruguay, Suiza, o cuando no, en la creciente Caimán.
Ante tanto dolor social, tanta lástima por nosotros, pensé en aquel cartel, en una muchedumbre intentando buscar una salida mágica y en un pastor sabiendo que Uruguay será un buen lugar para depositar; y a mi viejo mirándome desde el cielo anonadado ante la presencia de un hijo estúpido que aguantó, contra viento y marea, todos los sábados en el estadio, y ahora que le había llegado la hora de la verdad, se había ido a hacer turismo por el Roque Saenz Peña.
Miré tanto lo inmirable, pedí perdón por la vergüenza en la que nos convertimos, y me mofé del mitin de los cristianos de segunda línea que ya ni para católicos les daba, ni tampoco saben que hace tiempo, algo así como la suma de un tanto menos de dos mil años, que no les importan y mientras mencionaba el día del clamor, comencé a reírme y la niebla todo lo rodeó.
No hizo falta gritar vivando a Perón para que me buscaran o para imaginar en mis últimos segundos de vida que venían por mí para hacerme acreedor de una vida eterna posible. Sentí el olor a humo y sudor una vez más, entre imágenes de corridas en derredor y percibí el resplandor de la luna que entre rejas se aventuraba por la ventana a la gracia de mi vida perdida. Me imaginé reencarnado como una garrapata a un pezón, borracho durmiendo en una banca o frente a un televisor, y me olvidé de Dios, de la Santa Madre, y me sonreí. Luego escuché, o lo intuí mediante el formato de pesadilla, que un algo me decía que ese no era en definitiva un mal día sólo para mí, sino también para otros tantos, ya que los salteños, con dos tiros casi mortales, nos dejaban con la posibilidad de quedarnos con el no sueño una vez más. Entonces, decidí que nuestra localía en este mundo era demasiado terrible y que morir, al fin y al cabo, podía ser en definitiva un buen pero muy buen  negocio.

SUEÑOS

Esos hilos de luz que penetran entre los barrotes me recuerdan que todavía estoy acá. A veces lo veo tan lejos y a veces tan cerca, será el encierro que me ahoga, aunque sé que esto es transitivo, el destino me depara algo peor, algunos lo llaman acción-reacción, y todo por perder la cabeza...
Pero a pesar de todo, de esos barrotes, la oscuridad, la mugre, no puedo ni quiero olvidar, ayer mi ayer... El campo en donde nací, espacio imperdonable al no recuerdo, en donde éramos tan unidos que juntos éramos uno, que salía de lo más hondo y se elevaba, cada vez más alto y más frondoso, hacia el cielo.
Los ruidos, son los que me torturan; el frío el que me hace recordar que estoy acá, y la oscuridad, que marca en forma inconfundible que todo tiene un precio y más aún cuando uno ha perdido la cabeza...
Nuestra suerte estaba signada para otra cosa, pero algo falló, y llegaron ellos...
Lo demás es sólo depredación y genocidio, fuimos cayendo de a uno hasta que ya nadie quedó en pie. Finalmente, fuimos arrastrados, golpeados, para dejar de ser nosotros y pasar a ser propiedad de...
No estoy solo, en este lugar me acompaña mucha mugre o basura, como gustan  llamarnos ellos. A veces, suelen caer en este agujero algunos de los míos, pero es inútil, juegan irónicamente a no reconocerse en mí. Será que la urbe te arrastra al olvido... Pobres infelices, tan pobres e infelices como yo, no recuerdan que somos del mismo palo, no pueden comprender que aquí no pasó la mano de la magia ni nada que se le pareciese; la suerte ya estaba echada de antemano, si terminamos aquí fue porque en algún momento perdimos la cabeza.
Algunos recorrieron mejores caminos, alcanzando lo que se menciona comúnmente como una vida útil; otros en cambio se formaron en complemento instrumental necesario de las fuerzas de trabajo. Por último, los poco, los nada, la resaca, que fue encerrada junto a otros iguales en una casi metáfora de tintes literales, con símil forma de lata de sardinas. Oscuridad, desolación y la  firme premisa de no pensar nada. Por mucho tiempo, y sin mayores opciones, me hice en penumbras de letargo, pero sin abandonar mis amaneceres de campo.
Un movimiento brusco me despertó del letargo colectivo en que nos encontrábamos todos, y se llevaron al primero...
No sólo que éste nunca más volvió, sino que otros comenzaron a correr la misma suerte. Cada vez que esa luz me enceguecía, señal que con la llegada de la oscuridad, vendría amalgamado mucho más espacio entre los que aún quedábamos.
En esos días escuché muchos relatos fantásticos e hipotéticos sobre el destino que habrían corrido nuestros ex compañeros; lo único real de todo eso, fue que poco a poco comenzó a embargarme el miedo.
Las horas dejaron de ser tan largas, y los ruidos, antes casi imperceptibles, ahora potenciaban mis nervios, y tras mis nervios calcados en miedos, otra vez la luz y otro más que volvía a desaparecer.
No había explicación para nadie, la luz, ser arrastrado y lo desconocido para los que se iban, y los recuerdos, los miedos e hipótesis para los que se quedaban.
Me cansé de ver cómo se llevaban a los que estaban al lado mío, sólo esperaba ser el próximo para terminar con esta agonía. Y al día siguiente, fui el próximo...
De ese momento sólo tengo flashes, la luz, la pared, el calor, los ruidos, el salir expulsado, el golpe, para luego perder el conocimiento, despertarme manchado de barro, y ver más allá de los barrotes, indiferente, la gente pasar, sentirme sin cabeza y saberme basura y nada más.
Ahora sólo queda esperar que la lluvia arrastre lo externo y no lo que habita dentro mío.
Pero vale la aclaración de alguien que no se considera perdido, ya que nadie lo quiere encontrar: si bien no fue mi elección ser parte de este sumidero, lo prefiero a ser culata de fusil de guerra, o mango de cuchara de albañil mal pago, o lo que es peor, escritorio de funcionario corrupto. Porque, a pesar de todo lo pasado, prefiero seguir siendo el mismo pobre fósforo usado, con sueños de árbol.


EL ARRANCA VERGÜENZA

                                    
Está amaneciendo, hace frío mucho frío, y él duerme...
Me levanto de a poco y, mientras comienzo a caminar, contemplo el despertar de la ciudad: autos que llegan a la gran avenida como enormes golondrinas; bocinazos, gritos y él duerme...
Bajo muy despacio las escaleras, y aparecen ante mi vista los molinetes. Espero que esté el gordo; con un par de sonrisas o alguna ocurrencia de esas que le causan gracia, él me deja pasar. No hubo suerte, tuve que pagar, pero es inútil lamentarse, son las reglas del juego. Está a punto de salir el japonés. Es el primer servicio y, mientras me acomodo y saco a relucir mi arranca vergüenza, recorro muy lentamente el andén con la mirada. Y él duerme...
Subo y comienza la travesía. Pongo en funcionamiento el arranca vergüenza, y con él, las miradas, los murmullos y el folclore de siempre. Llegamos a Diagonal Norte y empiezo a contar y recontar lo recaudado desde la partida. No está mal para empezar, y él duerme...
Comienzo a recorrer los túneles. Me encantan. Esos largos y oscuros pasillos suelen ser para mí, el laberinto donde habita el dragón, y yo juego a ser el príncipe que lo tiene que matar. A veces, de tanto soñar, me olvido y me descuido de quienes más me tengo que cuidar: los más grandes, los que roban, los que maltratan. Pero estoy de suerte, no están ahí. Fijo mi mirada en una mancha de humedad, y él duerme...
Llego a la salida de Caballito o algo así, eso es lo que me contaron. Camino hacia la derecha y voy directo hacia el bar que atiende el hombre que habla raro. Dicen que viene desde muy lejos, y se ve que ese lugar se parece al de donde yo vengo. Por eso entiende en qué ando y por qué ando por acá  y por eso siempre me regala algo. Se ve que no esta el patrón porque hoy ligué un café‚ con leche. Mientras me lo termina de servir, me pregunta si duerme y sí, él duerme...
Los rayos del sol, que se filtran por una de las entradas, me avisan de la llegada de la media mañana.
Termino el café‚ y comienzo a correr. Entré justo y es claro, uno se pone canchero en esto con el tiempo. Tantos cimbronazos pudieron haberlo despertado. Pero no, él duerme...
Voy por adentro, mirando las ventanillas, y siento sus miradas en mi espalda. Lo sé, tienen lastima. Lástima de mí, lástima de que tenga la ropa a la medida de quien sabe quien, o tal vez, lástima de mi edad o lástima de vos. Pobres giles, tienen lástima. Justo ellos, que viven a mil y no saben por qué, que llevan la ropa a la moda que quién sabe quien lo ordenó, y trabajan mil horas sin saber cuan productivos son y algunos, incluso hasta han llegado a creerse que la felicidad se compra en el nuevo shopping.
Mientras guardo las monedas, miro a las víctimas o victimarios de mi arranca vergüenza. Un jubilado agacha la cabeza y se da el lujo de sentir lástima por mí, lujo que se dan todos a principio de mes, cuando van haciendo la cola bajo el frío o bajo el sol, en busca de un puñado de monedas apenas más grandes que el mío. Miro por una ventanilla, y él duerme...
Vuelvo la vista, y mis ojos dan con un oficinista, él no colaboró, será que no tiene tiempo para la lástima porque debe estar  muy ocupado en terminar un trabajo para un jefe que no tiene tiempo para recordar su nombre. Mientras me voy acercando a la puerta para bajar, él duerme...
Comienzo a caminar hacia las escaleras y tengo que frenar mi marcha cuatro escalones antes de llegar a la calle, el sol lastima mis ojos. Me siento, acomodo el arranca vergüenza y él duerme...
Duerme, siempre duerme. Le acaricio la cara, y de pronto se despierta.
-¿Cómo estas, Iván? Hoy nos fue bastante bien, sacamos tantas monedas como un puñado con el arranca vergüenza, cada vez anda mejor. Se ve que la vergüenza sobra, la vergüenza de saber que en cierta forma, yo soy inocente y ellos, los culpables de que esté acá y de saber que nadie hizo nada para remediarlo. La vergüenza de saber que estoy un poco peor que ellos y eso los hace sentir un poco mejor; la vergüenza de saber fehacientemente que a la larga, estamos todos en la misma. Pero ellos quieren sentirse distintos.
Ahora, entendés por qué a mis estampitas les puse arranca vergüenza. Es simple, vos agarrás, caminás y cuando sacás el arranca vergüenza... Pero qué te voy a contar, si mamá está embarazada otra vez, y para cuando tengas mi edad, vas a tener otro Iván en brazos, y vas a inventar tu propio arranca vergüenza.

DESPEDIDAS

Pasarán más de veinte años para que te perdone, le dijo, y luego le dio la espalda, sin saber que el tiempo le daría a sus palabras carácter irrefutable.
Al atardecer del mismo día, se produjo todo aquello y antes de que pudiera reaccionar, se encontraba en el catamarán alejándose de la costa, de sus padres y del país.
A las horas, Montevideo, y desde ahí, un amigo de su padre lo embarcó en un avión rumbo a Madrid.
Cuando la azafata dejó de hacer esas cosas que suelen hacer con las manos en todos los vuelos, apoyó la cabeza contra la ventana para darle lugar a las lágrimas.
Al llegar estuvo tentado a llamarlo para tener una nueva charla, pero no lo hizo.
Si bien Madrid no se le presentó como la tierra prometida desde el primer encuentro, no tardó en transformarse en su segundo hogar.
Cuando en la cuarta primavera floreció una vez más la democracia, con los estudios en curso y a punto de editar uno de sus primeros trabajos de investigación, decidió que debía retrasar un tiempo más su regreso.
Escribió una carta explicándole el por qué del no retorno, peno nunca la envió.
Durante todo ese tiempo, su madre, de distintas maneras, no dejó lugar a que la extrañase. Su padre, por su parte, seguía firme en su posición.
Para cuando comenzaba a apagarse el noveno invierno, llegó el ansiado diploma de licenciado. Todos los suyos estuvieron a su lado; hasta el padre pudo haber estado, sólo hubiera bastado una llamada que nunca fue realizada.
El ausente por parte de sus compañeros de militancia era casi comprensible. Desde la partida, su madre había impedido la proliferación de cualquier nexo de comunicación.
La escena de la falsa promesa de llamar al día siguiente se repitió durante años. Si su padre era obstinado, al fin y al cabo no era su culpa.
Una tarde lluviosa, momentos antes de una conferencia, lo pusieron en conocimiento de la noticia. Pasó por su casa en busca de sus papeles y a las pocas horas había abandonado el suelo de Madrid.
Diez años y cuatro días más tarde, estaba llevando a cabo el mismo viaje, pero esta vez de regreso y bajo distintas circunstancias, que lo asediaban. Cuando la azafata dejó de hacer esas cosas que suelen hacer con las manos en todos los vuelos, apoyó la cabeza contra la ventana y durmió durante horas para no pensar.
Al llegar, notó que nadie lo esperaba. Tomó un taxi y se dirigió al centro de la ciudad.
Las imágenes a través de los cristales, lo hacían sentir como un ciego que había pasado una vida construyendo e imaginando el mundo a partir de olores, sonidos, sensaciones. Se sentía frustrado, sus ojos le devolvían sólo imágenes pobres, y nada más.
Al penetrar en el salón, notó que nadie faltaba: parientes, amigos y su madre.
Todos saludaban, se abrazaban y, algunos, se ponían a llorar.
Al entrar a la sala principal, se acercó, se apoyó contra su pecho y los recuerdos comenzaron a desfilar.
Lo sintió un gigante. Un gigante que, cuando chico, lo llevaba a la plaza sobre los hombros y lo hacía sentir capaz de tocar el cielo.
Había cumplido como siempre a raja tabla su palabra. Inevitablemente, pasarían mucho más de veinte años para que lo perdonase.

martes, 5 de julio de 2011

LA PALABRA

La palabra
hombres, plantas, animales
tótem, nomadismo, cuevas, tallas
armas
chozas, agricultura, sedentarismo
aldeas, tribus
estado, religión, dioses, sacerdotes
templos
ritos, pirámides
cultura, pintura, escultura
expansión, guerras, militares
opresión
barcos, sables, yelmos
cruz
caballos, conquista, genocidio
soberbia
sincretismo, colonia, virreinato
revoluciones, emancipación
independencia?
república, diferencias, nación
partidos, golpes, populismo
potencia, desarrollismo, liberación
manifestaciones, movilizaciones
ruptura
noche, muerte, militancia
tortura
democracia, desencanto, hiperinflación
saqueos, neoliberalismo
traición
estabilidad, mercado, reestructuración
polivalencia, corrupción, mentira
farándula, desempleo, recesión
crisis
aburrimiento
alzehimer
esperanza, presente, futuro
los hombres
el hombre
la palabra.