Pésimo alumno de Don Alberto y la Quique...

miércoles, 6 de julio de 2011

DESPEDIDAS

Pasarán más de veinte años para que te perdone, le dijo, y luego le dio la espalda, sin saber que el tiempo le daría a sus palabras carácter irrefutable.
Al atardecer del mismo día, se produjo todo aquello y antes de que pudiera reaccionar, se encontraba en el catamarán alejándose de la costa, de sus padres y del país.
A las horas, Montevideo, y desde ahí, un amigo de su padre lo embarcó en un avión rumbo a Madrid.
Cuando la azafata dejó de hacer esas cosas que suelen hacer con las manos en todos los vuelos, apoyó la cabeza contra la ventana para darle lugar a las lágrimas.
Al llegar estuvo tentado a llamarlo para tener una nueva charla, pero no lo hizo.
Si bien Madrid no se le presentó como la tierra prometida desde el primer encuentro, no tardó en transformarse en su segundo hogar.
Cuando en la cuarta primavera floreció una vez más la democracia, con los estudios en curso y a punto de editar uno de sus primeros trabajos de investigación, decidió que debía retrasar un tiempo más su regreso.
Escribió una carta explicándole el por qué del no retorno, peno nunca la envió.
Durante todo ese tiempo, su madre, de distintas maneras, no dejó lugar a que la extrañase. Su padre, por su parte, seguía firme en su posición.
Para cuando comenzaba a apagarse el noveno invierno, llegó el ansiado diploma de licenciado. Todos los suyos estuvieron a su lado; hasta el padre pudo haber estado, sólo hubiera bastado una llamada que nunca fue realizada.
El ausente por parte de sus compañeros de militancia era casi comprensible. Desde la partida, su madre había impedido la proliferación de cualquier nexo de comunicación.
La escena de la falsa promesa de llamar al día siguiente se repitió durante años. Si su padre era obstinado, al fin y al cabo no era su culpa.
Una tarde lluviosa, momentos antes de una conferencia, lo pusieron en conocimiento de la noticia. Pasó por su casa en busca de sus papeles y a las pocas horas había abandonado el suelo de Madrid.
Diez años y cuatro días más tarde, estaba llevando a cabo el mismo viaje, pero esta vez de regreso y bajo distintas circunstancias, que lo asediaban. Cuando la azafata dejó de hacer esas cosas que suelen hacer con las manos en todos los vuelos, apoyó la cabeza contra la ventana y durmió durante horas para no pensar.
Al llegar, notó que nadie lo esperaba. Tomó un taxi y se dirigió al centro de la ciudad.
Las imágenes a través de los cristales, lo hacían sentir como un ciego que había pasado una vida construyendo e imaginando el mundo a partir de olores, sonidos, sensaciones. Se sentía frustrado, sus ojos le devolvían sólo imágenes pobres, y nada más.
Al penetrar en el salón, notó que nadie faltaba: parientes, amigos y su madre.
Todos saludaban, se abrazaban y, algunos, se ponían a llorar.
Al entrar a la sala principal, se acercó, se apoyó contra su pecho y los recuerdos comenzaron a desfilar.
Lo sintió un gigante. Un gigante que, cuando chico, lo llevaba a la plaza sobre los hombros y lo hacía sentir capaz de tocar el cielo.
Había cumplido como siempre a raja tabla su palabra. Inevitablemente, pasarían mucho más de veinte años para que lo perdonase.

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