Pésimo alumno de Don Alberto y la Quique...

lunes, 13 de junio de 2011

HIJOS DE LA HISTORIA.

Me duele la república”
“Me duele la república”, siempre decía mi vieja. Y si bien nunca supe de dónde lo sacó, como nunca supe otras tantas cosas, desde muy chico pude inferir que con eso quería decir que le dolía todo, el alma, y un poco más.
Me levanté como cada mañana, desayuné y miré los diarios, porque los miro todos, inclusive los inmirables.
Si no hubiera sido, porque mi bici no se vio jaqueada por ningún auto impertinente, o ningún auto se vio jaqueado por mi impertinencia, hubiese podido jurar que se trataba de un día normal.
A la misma hora que suelo despuntar el vicio de disfrutar, a veces no tanto, de sonrisas en crecimiento bañadas en ojos brillantes, me encontré con una marea de hombres y mujeres que querían empaparse de una realidad ajena a la mentira de una actividad demonizada más.
Y me puse la credencial, y tomé las planillas y el “lápiz especial” y me perdí por ahí, tratando de hacer de las calles, aunque fuese por un puñado de horas, mi aula de cada día.
Y mi gracia fue motor fruto de exageración propia del Gordo hecha y parida en mensaje: “Qué orgulloso estaría el General de nosotros. Estoy emocionado”.
Y las veredas fueron excusa, y las calles código a descifrar y los timbres el mediador frente a las múltiples realidades, paredes adentro, paredes afuera.
Y como que de apoco, el romanticismo propio de la cotidianidad se manifestó en distintos: “¿querés un café pibe?, ¿señor me acepta un vaso de gaseosa?”… Me recordó por qué elegí ser quien soy y me olvidé por más de un momento de los sicarios de las múltiples realidades, los ladrones de la libre opinión.
Y las planillas corrían, como me corrió un vecino para darme una bandeja de galletitas para que comiese cuando volviese a la escuela, a tomar aire, a tomar valor, con el sabor del saber que la tarea está cumplida.
Y los verdes fueron verdes,  y los grises, grises, y el amarillo sol, que caía por todas partes, no quemaba sino se dejaba creer para darle liturgia a un día donde todo sería un nuevo éxito, más allá de los otros… y esta vez yo sería parte.
Entonces, llegó el entonces… sonó el teléfono y era mi vieja para contarme un imposible, en ese posible palpable que estaba viviendo y por eso le corté.
Entonces… ya no hubo verdes, no sentí el amarillo y el gris fue más gris que de costumbre porque el teléfono volvió a sonar y resultó que tal vez el imposible podía que no fuese tal.
Permití que el aparato se vistiera de mí y entonces el Gordo dijo:
Corté sin mayores palabras que una frase hecha, y con un lacónico y tibio después hablamos.
Salí de la casa que me tenía ahora, a diferencia de hacía minutos, atrapado, y lo volví a llamar.
Y ahí comprendí, y comencé a llenarme realmente de lo que quise que realmente no estuviese sucediendo.
El gordo volvió a hablar y mientras lo hacía no podía frenar ese torrente de dolor líquido, y lo supe, no lo se porque lo viera y lo escuchara, sino porque todos allá afuera, ya fuese que se llamasen: Fede, Paola, Pucho, Rolo, Nacho, Lucila, Nicolás… desde su cordón de vereda de ocasión se sentaban y comenzaban a lagrimear, como lo hacía ahora yo en el mío, mientras la lluvia liberada empezaba tibiamente a desamistarse conmigo.
Y como si todo eso se tratase de un sueño mal contado pero real, sentí cómo ese entonces ahora hacía nido de castigo en mí y casi ya no me dejaba respirar.
Y yo que siempre estoy conmigo, en ese momento me sentí más sólo que nunca y aprecié por primera vez, como decía mi vieja cuando era chico, qué era eso de que te doliera la república.

El viaje.
Apareció. Se liberó. Se deslizó. Y cuando se lo comió el rostro en dolor, supo recién que era una lágrima.

Los viajes
Los estandartes del alma son los que flamean, los que sangran, los que, a pesar de todo, no caen nunca ante los  embates de las águilas…
El viaje resultó un tanto de comparsa. Era bueno saber aún que un viaje entre tantos, a pesar de que nuestros rostros estuvieran esculpidos en el desasosiego, en la tristeza, podía resultar alegre, o mejor dicho, algo para recordar.
Los verdes tan verdes se mostraban a través de los cristales. Y aún resonaba en mis ojos imágenes de aquella supuesta patria sublevada, verde, tan verde como de costumbre y que en ese presente, en este y en alguno que vendrá, saben de por cierto, siempre, combatir con el himno y una bandera de la república aquél que tenga la osadía, como él, de tocarles el bolsillo.
Las víboras de concreto, los monstruos de misma prosapia, nos acercaban al final del camino, al fin de una era, o tal vez, al principio de otra.
Las miles de almas cansadas siempre dispuesta a la foto se asomaban por el mismo lugar que el verde había osado a mostrarse para un adentro tan poco dispuesto a todo aquello.
La más larga, la más grande y una diagonal se hicieron a nuestros sentidos y  parecía como que nos comenzaban a tragar sumado con los mismos miedos que se habían traslucido desde el mismo instante que la noticia ya no era una primicia sino una triste pero inevitable realidad.
Y una primer ráfaga cabalgó sobre mi alma, esculpida en un Pucho y destronada de cualquier duda, cuando su retirada era propia de una espera, según sus dichos, de mas de diez horas.
Nos miramos y cuando terminamos de comprendernos alrededor nuestro apareció, como un golpe de látigo de la historia, la catedral y la nave cárcel maldita del primer libertador, el mismo Cabildo de Moreno, Castelli y Belgrano y de frente, allá donde nacieron los sueños, el balcón que había dado comienzo a todo esto que se estaba sucediendo.
Los pendejos caminando de allá para acá, parejitas sin estructuras mayores de contención que sus propios dolidos corazones. Las canciones de los orgánicos, unos bombos sindicalistas en menos diez y muchas edades más allá de un huracán de juventud que no hacia más que hacer latir y latir mi ya golpeado espíritu.
Y llegó el dato de la una cola de entrada por la izquierda a la suma del rojo y el blanco. Sumarnos. Y gritos, más gritos que se escapaban borrachos por los cielos y sacaban a todos los empleados por las ventanas a acompañar la hora de que Mister Gardiner nos abandonara, que nos permitiese ya no contar con su presencia.
La explanada amarullada en metal resultado de un 2001 casi olvidado estaba tan cerca como un devenir parido apenas en 200 años.
La escalinata, los almas demandando y expulsando vida, en la muerte, a perpetuidad, y una fuente protagonista pasiva de las caminatas del Peludo y de aquellos generales que nunca pararon ni pararán jamás de pedirle al General para que la Negrita capitule con esa terrible idea que una mujer podía y tenía que  gobernar en un país como este.
Entonces, un Miranda, altivo iluminado en las letras como de costumbre, nos miró y nos dijo que estaba llegando la hora de ponerle un cierre, un final a ese tan corto y ahora eterno viaje.
La masa aplaudía, lloraba y daba sus fuerzas de cara a un féretro cerrado, ultima gracia del aludido para que los, ya no tan alegres, simios dieran lugar a miles de conjeturas.
Y ella ahí, tan criticada, odiada y amada. Ella, tan fuerte tan ella, detrás de unos grandes anteojos, llevando adelante junto a nosotros ese sentimiento grabado a fuego en nuestros corazones de orfandad.
Y gritamos, sí gritamos y no pudimos guardar recato, no pudimos guardar silencio en esa capilla que nos ardía por dentro.
Y así dejamos esa enorme sala entre tirones y jirones de nostalgia, amor y bronca. Todos los que habíamos emprendido ese viaje, y los que no también.
Y abracé al gordo y si bien no me dijo nada, como hacia largas horas atrás, como que lo escuche:
-  Se murió Juancito, se murió…
Y nos abrazamos y nos pusimos a llorar.
En la plaza nos enojamos, cantamos, lloramos, nos volvimos a  abrazar muy fuerte y  nos sentimos parte, nos alejamos de esa soledad intrínseca a los que nos habían acostumbrado y nos sentimos parte.
Sentimos que el viaje había llegado a término y que en ese momento comenzaba uno nuevo con incierto final.
Nos miramos, miramos el balcón y tomamos la misma diagonal rumbo a casa, mientras no paraban de llegar oleadas y oleadas de pendejos; y sentimos el calido sabor en la boca, de que al menos a nosotros, esta vez la historia no nos había pasado por al lado.

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